César Román ha hecho de la vida un engaño. Hijo abandonado por su padre y por su madre, desde la adolescencia emprendió un proceso de mitificación sobre sí mismo que ha distorsionado su percepción de la realidad, su sitio en el mundo. Puede que Trump también tenga alojado ese potente alucinógeno de secreción natural en el lóbulo occipital. Lo de Román podría quedarse en un rasgo de personalidad que no merecería mayor interés si no fuera porque ha dañado a mucha gente. Ha arruinado a empresarios que creían en sus proyectos, ha maltratado a sus parejas, ha descuidado por completo a un hijo que tuvo antes de los 20 y ha destruido e injuriado a muchos de los que se han cruzado en su camino. El culmen de esa trayectoria errática fue el asesinato y el descuartizamiento de una exnovia. Román emana radiación y todo lo que orbite alrededor acaba corrompido. Era de esperar que el documental recién estrenado en Netflix sobre el crimen que cometió no a iba a salir indemne tras acercarse a ese núcleo irradiador.
Román, conocido como El rey del cachopo por popularizar ese plato del norte de España en varios restaurantes que abrió en Madrid, se ha encargado de quitarle todo el sentido a la producción. Una semana antes del estreno escribió desde una prisión una carta en la que reconocía haber matado a Heidi Paz. Le ha costado años admitir algo que era obvio: las pruebas en su contra no pueden ser más contundentes. La mitad del documental, sin embargo, consiste en escuchar a Román defender su inocencia con toda clase de teorías disparatadas. Algunas incluso que merecen censura: durante un buen rato sostiene que la víctima pertenecía a una banda de narcotraficantes —liderada por un comisario de policía— a la que engañó y robó un cargamento de cocaína. En venganza, acabaron con ella. Darle espacio a semejante estupidez es una falta de respeto a la memoria de la víctima.
En Serial, el podcast que puso de moda el true crime, se hace un ejercicio de investigación periodística para determinar si Adnan Syed mató a su exnovia en Baltimore. Existen pruebas contradictorias, testigos que sitúan a Syed en otro lugar a la hora del crimen. En el documental e incluso en la serie de no ficción sobre Jeffrey Dahmer —dos producciones de verdadero mérito, también de Netflix— se pone el acento en las víctimas y en el racismo de los policías que llevaban el caso, incapaces de entender que un hombre blanco asesinaba sistemáticamente a negros e hispanos en un barrio pobre de Milwaukee. En cambio, ¿dónde radica el misterio en El rey del cachopo? ¿Qué puntos ciegos nos alumbra? ¿Qué nos dice sobre nosotros mismos? No hay ninguna duda de que Román cometió el asesinato. ¿Entonces por qué gastar tanto tiempo de metraje en una investigación sin mayor enigma?
La estética del documental resulta meritoria. La fotografía, impecable. Parece original también la forma en la que varios actores distintos interpretan a Román, un tipo camaleónico que se ha hecho pasar por periodista, político, sindicalista o cocinero. Alguien detrás de mil máscaras. Lamentablemente, no funciona y no resulta nunca agradable ver fracasar una buena idea. Apenas se profundiza en esos momentos de su vida, seguramente los más reveladores. Ahí se esconde el punto de partida de una personalidad atormentada y confusa que, a fuerza de estirar límites, acabó cometiendo un crimen horrendo, casi inexplicable. En lugar de eso, se detalla paso a paso una investigación que no contiene ningún secreto que eleve la historia. La narración queda en manos de unos agentes de policía que, con su lenguaje burocrático y aséptico, entorpecen el ritmo de la historia.
El documental se deja permear por la grandilocuencia de Román. Se dice que era famoso cuando cometió el crimen y eso no es verdad. Había salido un perfil suyo como cocinero en la sección de local de este periódico, en un programa de radio y en uno de esos magazines de televisión que emiten en directo, pero eso no te convierte en famoso. Son los cinco minutos de fama de los que hablaba Andy Warhol. ¿Próspero empresario? Tampoco. ¿Chef que había logrado colarse en el selecto club de la alta cocina española? Menos.
Y ahora llegamos a tocar con las manos el plomo candente de este documental. No es cuestión subirse a un púlpito y señalar a nadie, es conocido de sobra que abordar determinadas historias supone adentrarse en un territorio ambiguo. La verdad, sin embargo, no es un perro que deba atarse con correa. En estos casos, entre autor y personaje siempre hay una seducción mutua. No cuesta imaginar a los productores diciéndole a Román que va a tener la oportunidad de contar su versión, de gritarle al mundo que en realidad es inocente. A Román le brillarían los ojos, en lo más profundo de su ser sabía que algún día le dedicarían una película. Las dos partes son conscientes de las dosis de engaño que conlleva todo esto. No hay necesidad de extenderse más en el asunto, lo resumió todo Janet Malcolm en El periodista y el asesino. Pero vayamos al fondo del asunto sin más rodeos: ¿Merece la pena monetizar las apariciones de Román, un asesino de mujeres? ¿Cuál es el caché del autor de un crimen machista? ¿Depende de la saña con la que haya empuñado el cuchillo? El padre de la niña Asunta —un caso sobre el que se ha hecho una miniserie en Netflix de amplia profundidad psicológica y valor artístico— sale de prisión en 2031. Si matar a una exnovia vale X, ¿cuánto una hija? En el mercado de la muerte estoy seguro de que cotiza mucho más. La madre de Gabriel, un niño asesinado en 2018 en Almería, ha denunciado estos días que la autora del crimen graba un documental desde prisión y cuesta creer que lo esté haciendo gratis. Su caché debe ser alto, el crimen fue espantoso. En la celda, cuando se apagan las luces de la prisión y se acueste en el catre, Román debe pensar: lo hice, lo conseguí, soy el protagonista de un documental.
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