Hay 195 países en el mundo, sin contar los no reconocidos, y a Rosa María Calaf solo le quedan 12 por pisar. A sus 78 años tiene previsto visitarlos, porque desde que se jubiló viaja cuatro meses al año. Una de las reporteras más icónicas que ha tenido TVE, nos contó las guerras, los tsunamis, la perestroika, la minifalda que vestía ella misma y hasta la homosexualidad, que sacó del armario cuando no existía esa expresión. En 1981, para Informe Semanal, entrevistaba a un hombre gay que no estaba iluminado, para que no se le identificara, y tan confiado se sintió ante la periodista que se puso de pie, movió el foco y dijo: “No tengo nada que ocultar”.
El capítulo de este jueves de En primicia (en La 2 y RTVE Play), que reúne a figuras del periodismo español con Lara Siscar, es una lección de la veterana reportera barcelonesa, que entró en la televisión pública (la única entonces) en 1970, cuando una mujer era un elemento extraño en la profesión, y no salió, prejubilada, hasta 2008. Muy reconocible gracias a su pelo rojo y su mechón blanco, creación de Llongueras, ella no quería el primer plano, porque su idea del periodismo es humanista y pone el foco en lo que vive y sufre la gente corriente. Hasta tal punto que un coronel serbobosnio trató de violarla durante las guerras de los Balcanes, en 1996, y ella no lo contó hasta casi una década después. Le parecía inapropiado convertirse en protagonista cuando tantas mujeres locales habían sufrido violencia sexual en aquel conflicto. En Timor la amenazaron con un machete mientras su equipo filmaba y no se inmutó. “El yoísmo es una lacra para el periodismo”, sentencia. Pero el rostro de la periodista sí importa a la hora de creértela. Verla tan cubierta y con el velo en el Irán de los ayatolás en un día de asfixiante calor hizo que todos entendiéramos lo que pasaba allí.
Calaf se desesperaba porque las coberturas internacionales en la televisión estaban muy condicionadas por lo inmediato. Y ella pensaba a largo plazo. “El problema del periodismo es que solo habla de acontecimientos, no de procesos; de lo que impacta, no de lo que importa”, explica bien. Por eso se empeñaba en volver a los lugares de la catástrofe un tiempo después, y seguir el rastro de las historias de personas corrientes que nos había contado antes.
Ayudan a retratarla colegas como Maruja Torres, David Jiménez, Enric González, Paloma del Río y Mónica G. Prieto. Explica Torres cómo esa segunda generación de mujeres reporteras (la primera fue durante la República y fue aplastada) abrió nuevos caminos. Frente a un periodismo masculino más atado a la agenda y al poder, ellas eran más empáticas con el pueblo. “No iban a donde había caído la bomba, sino a donde se refugiaban las víctimas que huían del bombardeo”, dice. Calaf habla con Prieto de cómo ser mujer y corresponsal de guerra. Corren más peligro, desde luego. También son más invisibles, y eso puede ser una ventaja para moverse por lugares hostiles. En algún caso se beneficiaron de la protección paternalista de crueles señores de la guerra. No las veían como una amenaza.
Calaf lamenta la confluencia de sexismo y edadismo en los medios: las mujeres de cierta edad hallan más obstáculos para ponerse ante la cámara que los hombres maduros. Igual que hay micromachismos, dice, hay microedadismos. Y se teme que se está perdiendo el interés por incluir la experiencia en las redacciones. Su huella, y la de otras pioneras, está en las siguientes generaciones de periodistas, y TVE recoge esos frutos con un plantel de estupendas corresponsales que ejercen ese oficio humanista, atentas a lo que importa más que a lo que impacta.
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