Durante una de las cenas más elegantes, de una elegancia estratosférica, Louisa Firth (Roya Shanks), una dama de la más alta clase, recibió el consejo de Truman Capote, el escritor, por entonces, en 1968, famoso y respetado -la excelencia de una sangre fria no sólo llenó de cera su cuenta bancaria, sino que también se convirtió en una especie de objeto social de deseo entre los ricos—, que nunca podían confiar en un escritor. Divertida, Capote (Tom Hollander en la clase de gracia que lo convirtió en el mejor Capote de la sala que nunca existió), responde que es un poco, pero quiere saber por qué ella no aparece. Firth, sin duda, dice eso porque los narradores siempre tienen la última palabra, y no son ellos quien debería tenerla, cree. ¿Quién debe conservarlo?, pregunta el escritor. “Quien haya vivido la Segunda Guerra Mundial lo dirá. La persona que tiene más poder. Estados Unidos, por ejemplo. Él tuvo la última palabra. Dos bombas y se acabó”, responde. Y añade, sutil y brutalmente: “Kabum”.
Esta escena, situada en el punto de inicio de la segunda parte del partido Feudo (los tres primeros episodios ya están disponibles en HBO Max), la serie antológica del siempre brillante y admirable Ryan Murphy —aquí acompañado nada menos que por Gus Van Sant y Jennifer Lynch, en la dirección, y Jon Robin Baitz, en la dirección—, basada en grandes broncas entre celebridad —La primera vez cuenta la historia del encuentro entre Bette Davies y Joan Crawford en el rodaje de Esa era Baby Jane?, un duelo interpretativo de órdago entre Susan Sarandon y Jessica Lange—, recupera la perfección de la clase fiestera que esperamos como espectadores. Como dije, una vez fue un fanático del feo (y un hombre repelentemente encantador) condenado a aborrecer ser devorado para sus hermanas, suntuosos cisnes, cuando descubren que no es uno de ellos, y nunca lo tienen en realidad. Only fingan, unos y otros. El escritor, por el ascenso social que supuso; ella, para la diversión, es una compró comprensión.
Ex ella Ama a Babe Paley (una Naomi Watts magistral en la piel), la novia de Bill Paley, el dúo de la CBS, que destroza a Capote por completo, no tanto por lo que la hace socialmente -ya que la última parte de la historia son los abrigos de su marido el magnate, y el hunde en la miseria de las mansas casadas cornuda—, cómo armarlo: a él. No a su marido, hasta que la escritora, con la que tuvo uno sensaciónde mejor amiga y la vez hombre Perfecto – divertido, atento, un poco suficiente malo, en lo que cualquiera se refería—, que jamás había sostenido con nadie. Darling, y el resto de las envidiables damas del la jet set neoyorquino de la época —finales de los setenta, y principios de los setenta—, que acogió al escritor como quien recibe a un tonto de la corte —es transmisor de historias, y las historias son cotilleos, y de ellos, yo vivo-, creyendo que se trataba de mero entretenimiento, no dudaron en hablar de ello cuando descubrieron que fue creado con el objetivo de tener lo que Louisa Firth llamó “la última palabra”.
Capote, recordemos, se había convertido en un autor de éxito tras haber publicado una sangre friala primera novela de no ficción de la historia, una obra a medio camino entre el periodismo y la literatura que reconstruía el virulento asesinato de una familia, los Clutter, en su casa, en el pequeño pueblo de Holcomb, Kansas. Su editor, Joseph M. Fox, al negociar para contratarla, le extendió un cheque por valor de 300.000 dólares para que pudiera escribir cómodamente su próxima novela. El jefe estaba seguro de que tenía su propia versión de El esta buscando el tiempo perdido. Uno en el que primarios los cotilleos de esta alta sociedad a la que mantenían encendidos. Voy a ser una auténtica bomba, Decia. ¿Pero por casualidad escribiendo? No, decidí que había escrito y pagado más dinero. El editor logró darle un millón de dólares. Antes de la presidencia, en 1975 publicó una parte de los capítulos en la revista Escudero. Uno de ellos, el lamado. La Costa Vasca en honor en el restaurante en aquel encuentro con Babe y el resto, sus cisnesHice instalar, en realidad, todo.
Anna Woodward, ex corista casada con otro de estos magnates —en la serie interpretada alucinantemente, en una sola escena, por Demi Moore—, se suicidó con cianuro después de leerla —en el capítulo se decía que había pensado en su marido, qué había hecho , de un extraño—, y el destino con lo que hablaba de los tejemanejes del resto —un nutridísimo descanso, y en manos auténticas, incluso divas de la interpretación: CZ Guest (Chloë Sevigny), la musa de Warhol y Dalí; Slim Keith (Diane Lane), la pequeña novia de Jackie Kennedy, Lee Radziwill (Calista Flockhart), obligó a sus amigos a marginarla porque había jugado con fuego y se dejó llevar hasta el punto que arruinó su vida y asumo su destino definitivamente. . Murió destrozado y alcohólico en 1984, víctima de un ostracismo insoportable en quien vive para contar vida.
Murphy ha transformado una batalla tan truculenta y venenosa en un festín interpretativo que se desarrolla tan bellamente como la cámara -siempre atenta a las texturas satinadas, a una luz media incitantemente hipnótica- te permite, y además, reflexiona sobre si ha perdido… o ni siquiera mantenido—en la auténtica cumbre vidao fidelidad y honestidad—, y, lo que resulta aún más interesante, el motivo último del ataque de Capote: el pobre niño al que le dio a contar las historias elevado a lo más alto para tener la posibilidad de venir a su madre (una providencial Jessica Lange), que siempre desprecia ese tipo de mujeres. Una historia que da una vuelta de tuerca a la fábula del feo -desde donde se cuenta su ascenso y caída- que nunca fue aceptada, pero volvió a decidir la última palabra y, de todas formas, aplastado por el poder de los cisnes. Sirva el inacabado Plegarias atenidas —sólo tres capítulos escritos—como se mencionó anteriormente.
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