Georg Steinhauser, primero; 1m 24s después llega Tadej Pogacar, segundo. De uno en uno en la cima. El descanso era esto, la ausencia, la indiferencia. Estar como si no se estuviera.
Tadej Pogacar, el faro rosa, contempla a su alrededor y deja actuar a sus acompañantes, los habituales que buscan ganar la etapa –Bardet, los Soudal, Nairo, el sobrino de Ullrich, Steinhauser…–, los que buscan descolocar, y quizás cansar, a sus rivales por el podio –los Ineos de Thomas y Arensman; los Bahrein de Tiberi; Martínez, O’Connor–, a los que se conforman con aguantar, y brindan por ello, como Pellizzari, que sueña de azul en la montaña. Los afanes de los humanos que han elegido ser ciclistas. No hay ningún peligro, solo el que él mismo se pueda crear. Ninguno le ataca a él. Todos se encargan de hacer su trabajo, de neutralizarse.
Todo en el Giro le es ajeno a quien lo domina sin violencia, tirano a su pesar, salvo quizás los paisajes de los Dolomitas empapados, verdes y blancos, y gris entre las nubes, que a todos envuelven y dejan sin aliento, y conmueven, pues ligan sus pedaladas a las de los clásicos, Coppi, Bartali, Girardengo, Merckx, Fuente, que inventaron el Giro como epopeya: el atolón volcánico del Sella, el bosque de los abetos rojos, los píceas noruegos, de los que Stradivarius extraía la madera para hacer sus violines que atraviesan ascendiendo el Passo Rolle hacia las palas, largos dientes de granito pálido, de San Martino de Castrozza, y solo le falta a la etapa el padre Pordoi para cerrar la trilogía, pero lo sustituye el doble paso por el Brocon, un puerto menor en el que termina el día, tan corto, y la victoria de Steinhauser, el más persistente de los que lo intentan, las mejores piernas en la lluvia y el frío, 34 kilómetros a solas en los que en ningún momento pensó en nada, ni siquiera en su padre, Tobias, que fue ciclista en el Vitalicio de Javier Mínguez, hace 20 años, y del que heredó el virus del ciclismo; ni siquiera en su tía Sara, hermana de Tobias y con la que Ullrich, el antiArmstrong, se casó en 2006. “Sencillamente, me concentré en la carretera, que estaba superresbaladiza por la lluvia. No salí de mi zona”, dice en la meta el rubicundo bávaro del EF, tan feliz después de su primera victoria como profesional. “Esperemos que esto sea el inicio de una gran carrera. Solo me puse nervioso cuando oí por la radio que Pogacar se movía detrás. Supe que no podía relajarme ni un minuto”.
Es una visión conmovedora, tan humana, tan ingenua, la de los héroes cansados buscando rebelarse contra el fatalismo, la desesperación. La de Steinhauser, tan joven, 22 años, en la última ascensión al Brocon. Qué hermoso Giro sería si solo entre ellos se decidiera la victoria final. Si no hubiera una sombra rosa a su alrededor, como un fantasma, que recordara a todos, a ellos y a los aficionados, que solo luchan por ser segundos. Ciclismo de sufrimiento. Steinhauser se contorsiona sobre la Cannondale en las pendientes más elevadas, no encuentra piñones que le aligeren la pedalada, que ejecuta a cámara lenta. No silba ligero como el ciclista tocado con la varita, el enigma de otro mundo, quizás, que a poco más de dos kilómetros de la cima resuelve la reyerta entre Dani Martínez, que sorbe ansioso un par de geles que le regala su amigo Nairo y ataca rompiendo el ronroneo del Ineos, y Geraint Thomas, que resopla, y acelera levantándose ágil del sillín, sin abrir la boca siquiera, sin una arruga en su rostro limpio, barbilampiño aún. Steinhauser, el alemán tenaz, está demasiado lejos entonces, a 2m 40s, como para pretender ganar, pero aun por solo el puñado de segundos con que castiga a sus compañeros de podio, Pogacar vuelve a demostrar que en su mundo rosa solo hay sitio para él. Las caras de todos, Dani Martínez, segundo en la general, a 7m 42s; Geraint Thomas, tercero, a 8m 4s; rostros envejecidos prematuramente, tanta arruga, tanto dolor, tanto frío en la cima, y desconcierto.
La gravedad sí que le pesa a Steinhauser. Carne y hueso, y tanto corazón. “É tua, vai! Bravissimo!! Bravo, bravo, bravo!!”, gritan en las cunetas aficionados congelados, felices de ver ganando a uno del que se pueden sentir cercanos. Porque por detrás se acercaba Pogacar, que no quería ganar, dice, “solo estirar un poco las piernas”, y se oye su silbido entre los pinos. “He aguantado bien hasta el final, así que ha sido una etapa muy bonita”, dice el líder, gorro de lana negro que deja escapar un mechón rubio en la meta. “Martínez intentó atacar, yo le seguí, y entonces decidí hacer un poco de esfuerzo, y me alejé y mantuve mi ritmo hasta el final. Y estoy muy contento de que Steinhauser haya ganado. Para mí también es como una victoria, estoy muy contento”.
Estudiando los cuatro días que quedan hasta su coronación en Roma, Pogacar pasa rápido las páginas de las etapas del jueves –probable volata en Padua, en el campo de San Antonio— y del viernes –media montaña hacia Sappada, donde Roche acabó con Visentini hace 38 años–, y se detiene en la del sábado. “Estoy satisfecho tal y como están las cosas, aunque ya no gane nada más. Todo lo que venga ahora será un bonus”, dice. “El objetivo principal siempre es mantener el maillot en Roma, no hacer nada más, y no hacer, sobre todo, ninguna estupidez. Sin embargo, la víspera de Roma hay una etapa muy bonita, Monte Grappa, cerca de Eslovenia… Ya veremos qué puede pasar allí”.
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